Liliana Padró

Acá está la nena que inició la escuela primaria a los 5 años, ya sabiendo leer. Su mamá prefirió enviarla a “particular” en lugar del jardín a los 4 años para adelantarla un año en la escolaridad.  Fue en ese verano en la casa de la Srta. Marielena que se dio cuenta de que los libros serían sus compañeros de por vida. Después, ya crecida, empezó a leer para otros, pero fue hace poco tiempo que se dio cuenta de que también le gustaba escribir y por eso ahora intenta narrar sus historias. Casi siempre son recuerdos de su infancia en el barrio de Lanús Este. Porque si hay algo que también aprendió es que la vía ferroviaria dividió a la localidad en dos zonas y que cuando alguien te pregunta ¿De dónde sos? Aunque viva en Mar del Plata dirá de Lanús y, a continuación, “del lado Este” agregará.





La Tere, una historia de barrio

A Teresa Fernández en su familia la llamaban Teresita, pero en el barrio todos le decían “Tere.”

Era la mayor de cuatro hermanos. A los 12 años perdió a su papá. Por ese entonces ya había terminado la primaria pero tenía que esperar dos años más para entrar a trabajar en la F.I.A.L (Fabrica Ítalo Argentina de Lanas). Su madrina ya había hablado con el encargado y a esa edad podría  comenzar su trabajo en la textil más importante de la zona.

Su mamá dándose cuenta de que por más que estirara la pensión de su marido, con sus cuatro hijos no lograba llegar a fin de mes, empezó a trabajar de planchadora. La pieza de  Teresita se llenó de olor a almidón y de las camisas blancas del Sr. Jiménez, el bancario. Los días jueves el planchado se traslada a la casa de los Fuentes,  el chalet de la otra cuadra, era entonces cuando ella cuidaba a sus hermanos. Los otros días pespunteaba una boinas para la sombrerería “Bifano”, así ayudaba a la casa con algo de dinero y le quedaban algunos pesos para comprarse algún helado y darse algún gustito.

Cada semana Teresita se tomaba el trolebús que la llevaba a unas quince cuadras de la estación Lanús,  a la casa de su abuela Carmen, en Villa Obrera. Esa casa era tranquila y alegre y a ella la hacía sentir especial. La abuela tenía un piano que Teresita aporreaba con poco talento, pero con fuerte convicción, en sus manos “Para Elisa” pareciera cualquier otra composición de Beethoven, una vez escucho que el autor la escribió para una tal Teresa y le encanto ¿Cómo sería el nombre Teresa en alemán?

Por suerte, pensaba, la abuela no se llevaba muy bien con mamá, ellas se veían poco. Carmen no entendía cómo su nuera siendo malagueña tenía tan poca gracia y poco gusto para la jarana.

 - ¡No es para nada  salerosa! a menudo decía.

Con los años, Teresita sería Teresa y sabría que una viuda de 29 años con hijos pequeños, con bastante  trabajo y preocupaciones tenía agotadas las ganas de festejar.  Pero para eso todavía falta contar un poco más…

Teresita tenía el pelo rubio y los ojos verdes y esto también era especial en una barriada obrera, por eso algunas voces decían, por lo bajo, a su paso por la vecindad:

- Esta en lugar de nariz tiene una chimenea, siempre dándose humos con la nariz para arriba.  

Nunca se supo si no se enteró  o no le preocupó el comentario porque su andar continuó igual.

A ella no la dejaban ir  a bailar y con una madre poco afecta a las reuniones, con hermanos pequeños y sin tíos mayores disponibles, la mejor diversión era ir con su amiga Cuqui a las kermeses de fin de semana que organizaba el Club Santa Paula, para recaudar fondos y techar la cancha de básquet.  Casi todos en el  vecindario iban, aunque casi todos preferían el fútbol.

 Los muchachos lo practicaban en las canchitas de los potreros.  Las más concurridas por ese entonces eran las de un barrio cercano,  quién sabe  por qué misterio urbano  a pesar de ser un enorme baldío se llamaba “La maquinita”.

Teresita que ya había cumplido 14 años y estaba próxima a convertirse en una de las “fabriqueras”, como decían en el barrio a las obreras de la textil, en una tarde de kermese, conoció  a Pedro. Pedro era alto, flaco y por supuesto jugador de básquet amateur. Tenía 18 años y acababa de ser exceptuado del servicio militar gracias a la intervención de un coronel amigo de la familia, su caso encuadró en la excepción correspondiente a “único sostén de madre viuda”  y se quedó sin usar ese  uniforme tan de tipo alemán que era la admiración entre  las chicas del barrio.

Así fue que comenzaron a verse y  a conversar en la puerta de calle.  A la mamá de Teresita le gustaba Pedro y alentaba la amistad con la esperanza que su hija a los quince comenzara a “noviar”. Es que el muchacho era lo que se dice un “buen partido”, con un trabajo estable de mecánico, empleado en el ferrocarril  en  los Talleres de Escalada.

 Y así fue como sucedieron las cosas.

Pasó el tiempo y como en toda relación seria de por aquel entonces había que pensar en casarse.

Por la vivienda no habría problema.  A la casita del barrio ferroviario le faltaba bastante para terminar su construcción pero podrían, por un tiempo, hasta que finalice la obra, vivir en la casa de Pedro. A la mamá de Pedro le gustó la idea, la pieza de su hijo  era amplia, la casa grande y además ella no estaría tan sola.

La boda se celebró en la parroquia del Niño Jesús, ubicada en la calle Ituzaingó, próxima a la casa de la novia.

El vestido blanco fue el usado por su  abuela Carmen, aunque tuvo que ser reformado por Rosita, la modista del barrio. Fue el acontecimiento de esos días  y hasta la vecina chismosa lloró en la iglesia emocionada con los acordes del Ave María.

Con la colecta de las compañeras de la textil y algunos ahorros el nuevo matrimonio compró una heladera Siam.  La manija de la puerta tenía una esfera, todo un avance de  tecnología y diseño  para la época. La luna de miel fue regalo del sindicato, una semana en el hotel ferroviario de Alta Gracia en Córdoba. Hasta allí llegaron en tren, como era de esperar.

A los cuatro meses del casamiento se enteraron de que  serían padres. La pareja, feliz con la noticia, empezó a planificar y acordaron que la futura mamá dejaría de trabajar. La construcción de la casita de Escalada demoraría un poco más.

Ese otoño nacieron las mellizas. Teresita había visto en una revista, en la peluquería de la Cuqui, los nombre ideales para las nenas, las llamaron Mirta y Silvia.

Las hermanas crecían bien,  muy mimadas por su mamá y su  abuela paterna. La abuela  cosía vestidos iguales para las dos y Teresita compraba y gastaba para las mellizas todas las novedades que veía, soñaba con un futuro de princesas para ellas.

Pedro las veía con alguna preocupación, las cosas en el ferrocarril no estaban nada bien, hubo despidos, retiros le decían y el aire olía a huelga. La Unión Ferroviaria no los defendía, según decían los compañeros y para colmo los socialistas nucleados en “La Fraternidad” le sugerían a los delegados del taller la desobediencia sindical. Corría 1961 y después de un mes y medio sin cobrar  Pedro, como muchos otros  trabajadores,  pensaba en volver a trabajar.

 La huelga  terminó, pero no todos volvieron a trabajar.  Por suerte en la casa, en la parte de atrás cerca del galpón, todavía estaba el cuartito de relojero de su papá, él había  crecido viéndolo  reparar  relojes.  Así fue que empezó a cambiar cuerdas y péndulos de los relojes de pared y a arreglar máquinas y cambiar mallas en los relojes de pulsera. Pero a pesar del esfuerzo los ingresos no aumentaba y la cuenta en la  libreta del almacén de “Don Victor” se agrandaba. Pedro cada día fumaba más, para despejarse decía.

Una noche después de cenar se durmió y no se volvió a despertar.

Ese fue el tiempo en que Teresa dejo de ser Teresita y por fin comprendió a su mamá.



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